martes, 8 de septiembre de 2009

Los antecedentes

Como había sólo mencionado anteriormente, al llegar el nuevo rector en 1997, Francisco Barnés de Castro, se pusieron en marcha varios proyectos de índole académico en el interior de la Universidad. No creo que haya muchos que hoy evoquen con algún sentimiento favorable el recuerdo del Dr. Barnés. Sólo lo menciono porque habrá más de uno que al leer las siguientes líneas asumirá que lo que sigue es una apología del ex-rector.


Un amigo médico me dijo alguna vez, desde la perspectiva que le otorga su experiencia profesional, que pretender cambiar el modo de hacer las cosas en este país "está cabrón". Siempre va a encontrarse uno varios obstáculos. Desde aquellos sectores a quienes repugna la idea de hacer las cosas de manera distinta a como están acostumbradas hasta los oportunismos políticos que están siempre al acecho. De cualquier modo, la oposición por lo regular no encuentra un fundamento en la naturaleza y características de lo que está a discusión, es decir, un fundamento pertinente.


De esto nos habla a continuación Guillermo Sheridan, un incisivo crítico de lo que pasa en la UNAM. El siguiente texto apareció en julio de 1997 en la revista Vuelta y después en el libro Allá en el campus grande donde se recogen varios de sus escritos alrededor del conflicto de 1999-2000 en la UNAM.

Cárdenas y Barnés: la disputa por la UNAM

Al poco tiempo de haber sido elegido jefe de gobierno del Distrito Federal, Cuauhtémoc Cárdenas se pronuncia en contra de las reformas promovidas por el rector Francisco Barnés de Castro.


La Universidad Nacional Autónoma de México vive un momento interesante: el inminente enfrentamiento entre el doctor Barnés, que quiere reformar la UNAM, y el ingeniero Cárdenas, que quiere reformarlo todo menos la UNAM.

Las primeras reformas del rector: la Universidad se deslinda de las llamadas «prepas populares» y concluye una mascarada de chantajes que se prolongó durante lustros; se toman medidas para acabar –otra vez- con los fósiles y su disposición para el caos patrocinado; se arrasa con la mediocridad institucionalizada que ampara el «pase automático». Tras estos tres hechos se puede leer una sola intención: impedir que circunstancias de utilidad política fugaz para algunos se perpetúen en reglamentos académicos para todos.

Las propuestas del rector son insuficientes, pero prometedoras. El pase automático fue una enorme tontería que averió durante años la eficiencia de la UNAM; si el pase reglamentado no es enorme, no deja de ser una tontería, pues al igual que el otro, somete a lo burocrático lo que debería ser sólo académico. (El graduado con siete de la preparatoria de la UNAM podrá ocupar el sitio que se le negará al graduado con diez de una «ajena» a la UNAM. Decir que el graduado de la preparatoria de la UNAM tiene prioridad es insostenible: toda preparatoria del Distrito Federal está incorporada a la UNAM; si el sello de la UNAM está en sus certificados de estudios, todos los bachilleres deben de ser iguales en el proceso de selección y disputarse el honor de merecer el patrocinio del pueblo, sin ningún distingo.)

El rector denunció el clasismo políticamente correcto que propone que la UNAM debe por principio preferir al mediocre de bajos recursos, por el simple hecho de serlo, sobre el listo de clase media o alta:

«De ninguna manera podemos aceptar el falso supuesto de que por destino o genética los menos favorecidos están condenados a ser estudiantes de segunda o profesionales de tercera. Repetir constantemente que los estudiantes con desventajas económicas y sociales son víctimas impotentes predestinadas al fracaso escolar; no sólo es un juicio falso y tendencioso, sino también una condena que les roba su autoestima, aniquila sus esperanzas y asesina su futuro.»

Pero entonces ¿por qué éste énfasis en las causales de tipo social no se contagia, con mucho mayor razón, a las de tipo burocrático? El rector afirmó que los estudiantes que ingresan a la UNAM deben ser «entusiastas, enérgicos e inteligentes», más allá de la clase social que padezcan o de la que se vanaglorien. Es su manera de decir que la UNAM es pública, pero no popular.

En «Misión de la universidad» (Revista de Occidente, Madrid, 1930, p.50.), Ortega y Gasset señaló que «la tarea de hacer porosa la universidad al obrero es en mínima parte cuestión de la universidad y es casi totalmente cuestión del Estado. Sólo una gran reforma de éste hará efectiva aquella».

Alegando que el Estado no funciona, se ha impedido desde hace décadas que funcione la Universidad y se le ha hecho pagar las culpas del Estado. Esto no ha mejorado al Estado, pero sí ha echado a perder la Universidad (con el agravante de que una universidad eficiente puede colaborar, creando inteligencia, a mejorar el Estado). Ortega agregaba que «si un pueblo es políticamente vil, es vano esperar nada de la escuela más perfecta», pero al mismo tiempo reconoce que la universidad es una de las alternativas para abatir esa vileza. En México es el Estado el que desdeña a la Universidad y el que puede instrumentar ese desdén en sus políticas educativas. Su éxito es evidente. En esta tarea ha tenido muchas veces como aliados a políticos viles para quienes la UNAM no debe ser buena o mejor, sino útil: la proveedora de una utilidad estratégica que están dispuestos a capitalizar aun si ello supone hacerla tan ineficiente como el Estado. Exigirle más cupo, más tolerancia con los mediocres, más clasismo de buena conciencia, más pases automáticos y más fósiles, es exigirle más vileza, menos eficiencia y menos responsabilidad frente al pueblo que la subvenciona.

Quizás el rector limitó el alcance de sus propuestas considerando que las reformas tienen que avanzar con tiento, sujetas al margen de la maniobrabilidad que permiten las actuales circunstancias políticas. Quizá calculó que el activismo militante estaría atareado en la campaña de Cárdenas. Si es sí, no será difícil imaginar las presiones en su contra que se desatarán a partir del 7 de julio, o antes. Ningún político apoya reformas contra una entidad que le da doscientos mil votos, y menos aún si con los votos se le entrega una probada y enorme base de movilización social. No deja de resultar paradójico que el rector, a quien lo único que interesa es la eficiencia de la UNAM, ya sea considerado enemigo de la «clase estudiantil»; ni que Cárdenas, a quien lo único que le interesa es la utilidad de la UNAM, sea considerado su adalid.

La coincidencia de un rector decidido a tener una universidad mejor y un jefe de gobierno que la prefiere útil, será conflictiva. El rector Barnés parece tener la voluntad de poner en práctica las muchas recomendaciones que, desde los tiempos del doctor Chávez, la crítica universitaria ha propuesto en numerosos diagnósticos, estudios y análisis. Ya en otras ocasiones el Estado las ha cancelado ante la muy peculiar explosividad que la UNAM puede causar, con la contundente razón de que no es el momento. Esto ha llevado a la UNAM a padecer la paradoja de que buena parte de su historia es la acumulación de esos momentos que no eran por razones nunca académicas, aunque sí lo fueron sus consecuencias. La llegada de Cárdenas a la jefatura de gobierno augura que, una vez más, no va a ser el momento, y demostrará que a la hora de desdeñar universidades, él mismo no está muy lejos del PRI, su propia alma mater.

La UNAM será respetable en la medida que sea coherente. Un aspecto interesante del discurso del rector fue su llamado a «combatir la cultura de la impunidad, que es una de las cosas que más lastiman el ethos universitario». ¿A qué impunidad se refiere? Por lo pronto parece tener en mente sólo la de aquellos que utilizan la Universidad para sus fines particulares. Pero la energía del rector, para legitimarse moralmente, no deberá olvidar las impunidades internas que propician que se trueque su eficiencia académica por su utilidad política.

Cada vez que no fue el momento, surgieron agrupaciones sindicales y estudiantiles para las que sí lo fue, que hicieron de la UNAM un río revuelto en el que pescan en él a sus anchas, debilitando más todavía a la UNAM al insistir en convertirla en un remedo «popular» del Estado. Para administrar a cientos de miles de estudiantes, tuvo que crear una burocracia onerosa. Para administrar un sindicato «libre» de veinticinco mil miembros –que hace el trabajo que podría hacer la quinta parte- y para defenderse de sus reivindicaciones laborales, acabó por crear un sector legal capaz de administrar a Centroamérica. Para «cerrar filas» ante todos estos acosos, tuvo que propiciar una administración académica hecha de lealtades, intereses y corruptelas organizadas en mafias ilustradas que se fortalecen y se perpetúan a su sombra; la impunidad de directores que convierten las instituciones encomendadas en el coto privado de sus ambiciones; la impunidad de académicos cuyo comportamiento académico general en poco se diferencia del de los «fósiles»; la impunidad con la que el aparato burocrático se expande y sangra los escasos recursos; la de proyectos que tuvieron razón de ser hace décadas y hoy no son sino inercias costosas, etcétera. Para todos ellos sí fue el momento. La impunidad de las organizaciones estudiantiles, la de los sindicalizados y la de la aristocracia académico administrativa también debería ser atacada con reformas inteligentes y, sobre todo, con la voluntad de los universitarios a quienes no les interesa beneficiarse de la confusión general (si es que existen).

«La Universidad juega limpio, con reglas claras», dijo Barnés, citando sin saberlo a Ignacio Chávez, que afirmó, literalmente, lo mismo, dos meses antes de pagar su osadía con las atroces vejaciones (no era el momento) que sufrió a manos de porros patrocinados, empleados acomodaticios, estudiantes manipulados y profesores e investigadores tan indiferentes que José Gaos prefirió la renuncia a padecer la vergüenza de seguir siendo considerado parte del personal académico.

Por mi parte, creo que se impone apoyar al rector y colaborar con la reforma que ha convocado. Mi escepticismo se entusiasmó ante las medidas de un rector que, por lo pronto, quiere una UNAM que debute en el siglo XXI con un poco de coherencia. Por lo pronto ha tenido la prudente iniciativa de reconocer abiertamente algo que, por demagogia, por interés, por prudencia política o por buena conciencia, se suponía imposible escuchar de un rector: la educación universitaria es una posibilidad al alcance de todos, pero que no todos tienen esa posibilidad. Exactamente lo contrario de lo que piensa no la inteligencia de Cárdenas, pero sí sus ambiciones.

Guillermo Sheridan en Vuelta, julio de 1997

En el mismo ánimo de ir pa' atrás y pa' delante les dejo ahora el reportaje de la visita del ingeniero Cárdenas a Ciudad Universitaria en el marco de su campaña presidencial del año 2000. Unos meses después de terminada la huelga. Lamentable el ambiente de violencia que vivía por aquel entonces la UNAM. Ojalá que no se repita.

1 comentario:

alex0ml dijo...

Tienes toda la razón, cambiar algo en México está cabrón. Yo soy de la Facultad de Química y me parece que nuestros directores como el ex-rector Barnés de Castro son de ideas más modernas que cualquier izquierdista o pseudo izquierdista, pues Barnés de Castro aparte de ser especialista en Química en México estudió en Berkeley, CA. Yo estaría de acuerdo con Barnés de Castro en que los estudiantes debemos aportar algo a la UNAM en el sentido monetario, claro que excluyendo a quienes no puedan hacerlo; sin embargo las fuerzas neoconservadoras mexicanas que paradojicamente se llaman a si mismas "progresistas" obstacuilizan las reformas necesarias para el avance de nuestro país. Cárdenas y López Obrador, el PT y el PRD encabezan ese grupo de fuerzas neoconservadoras que se afanan en mantener a México en el standby priista del siglo XX en vez de abrir los ojos a la realidad liberal del siglo XXI.
Les doy mi completo apoyo desde Química para la recuperación del auditorio que definitivamente se llama "Justo Sierra".