miércoles, 16 de septiembre de 2009

Autonomía derelicta

La mitología unamita resguarda como cáliz sagrado a su autonomía. De entre los distintos grupos que viven en -y de- la UNAM, no hay uno que no justifique públicamente su labor en la autonomía. No sólo banderín o estandarte, adorno administrativo, vehículo de lujo o grito de batalla, la autonomía ha sido desde tiempo atrás el elemento definitivo de la identidad pública de los unamitas. Nada hay que los enorgullezca tanto, nada que los vuelva tan combativos, nada que manipulen y distorsionen más. Sin embargo, la mayoría de los usos y defensas de la autonomía universitaria ignora y oculta -sin saberlo, pero lo oculta- los orígenes y la razón de ser de su sello identitario. Para mirar qué es la autonomía universitaria debemos ir al año de 1929.

Turbulento en más de un sentido, 1929 parecía ser el año en que los caudillos de la familia revolucionaria se harían a un lado y dejarían las riendas del país en las manos de los que saben. Pronto, a los ojos de los cachorros de la revolución, los universitarios y su universidad nacional cobraron importancia en el cuchicheo político. Por primera vez, al menos en la historia de las instituciones educativas mexicanas, los profesionales de la política voltearon hacia la universidad. ¿Por qué voltearon hacia la Universidad? ¿Qué buscaban allí? ¿Qué les llamó la atención?

Fueron dos los focos principales de atención: los huelguistas y José Vasconcelos. El maestro de América dedicó el año de 1929 a su campaña política por la presidencia de la república. Maderista entusiasmado a inicios de la revolución, desterrado en medio de la rebatinga caudillista, exitoso evangelizador de la cultura en la estabilización obregonista, Vasconcelos se consideraba el indicado para guiar al país, pues era el único representante posible que conjugaba el espíritu de los revolucionarios y los ilustrados; ¡estaba dialécticamente señalado a gobernar! Que un hombre de letras llamara la atención pública; que fuera digno de crédito, tanto por sus palabras como por sus obras, ante los ojos del pueblo; que fuera admirado por los hacedores de la revolución, por los institucionalizadores que le siguieron y las juventudes de su tiempo; que se entregara sin cortapisas a sanear el espíritu de su raza; que en torno a él se reuniera y consolidase una propuesta ciudadana que no fuese organizada desde los gobernantes; que de los libros llegara al poder era, finalmente, algo novedoso. Nunca antes se hubiera pensado. (Quizá ni en la tertulia liberal de la República Restaurada). Los políticos del 29 veían en Vasconcelos un nuevo modo de hacer política, una vertiente más de la revolución. Quizá por eso decidieron voltear la mirada al campo nutricio de la popularidad vasconcelista y organizar dentro de los límites de la universidad corporaciones políticas que encausaran a sus miembros a utilizar su ciencia para legitimar a los caudillos. Así, por ejemplo, la universidad comenzó a ser utilizada para la política: las organizaciones sindicales y las agrupaciones obreras reclamaron su coto de poder dentro de la universidad para impulsar el socialismo; los cristianos perseguidos y los grupos conservadores usaron a la universidad como lanza crítica del gobierno represor; los miembros de la familia revolucionaria a los que correspondía el turno de mandar usaron a los universitarios para justificar científicamente sus caprichos. La universidad pasó de guía moral de la patria, en el bello proyecto de don Justo Sierra, a patíbulo ejecutorio de los enemigos; de ágora para el cultivo del espíritu, según los altos fines del Ateneo, a mercado de influencias, recompensas y sanciones; de motor para la acción nacional renovadora, como lo quiso la inagotable generación de 1915, a anclaje nacional en la pulcritud ideológica; de, finalmente, campo del saber a ejido político, espacio libre a institución autónoma.

Se dio autonomía a la universidad no tanto por el reclamo estudiantil, ni por el ejemplo cultural de Vasconcelos, sino para dejar a la universidad al alcance de los políticos, para extender a sus aulas los dominios de los hombres afanosos de poder. La autonomía universitaria no se otorgó, como en los corrillos se propala, por la diversidad ideológica, sino por el dogma utilitario de quienes quisieron fincar su poder en la universidad. La libertad de investigación y de pensamiento nunca estuvo coaccionada, pues el espíritu es libre; la autonomía sólo vino a garantizar la libertad a los políticos que quisieran utilizar a la universidad. Por ello, quienes ahora más defienden la autonomía lo hacen desde cuestiones administrativas o berrinches políticos, tanto desde abajo y a la izquierda como hasta arriba y adelante; quienes ahora se aferran a la autonomía y la utilizan como escudo hercúleo ante la crítica universitaria no hacen más que fingirse hombres de palabras y razones, cuando más bien son soeces idólatras que hacen política a coces. Por ello, en un ilustrador artículo del 25 de junio de 1929, Alfonso Caso advertía que, dada la autonomía, los universitarios serían enteramente responsables de la forma en que realizarían sus fines. Hemos permitido que la política barata anide en la universidad, amamante a sus propios zánganos y que estos la comiencen a cercenar desde un auditorio secuestrado; el cáncer disfrazado de revolución está mermando nuestra salud. Los universitarios estamos fracasando.

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