lunes, 17 de agosto de 2009

Canción de la más alta torre

Como bien apuntó nuestro compañero Námaste Heptákis en la primera trivia de este blog; era Octavio Paz el autor misterioso de “Los misterios del Pedregal”. Con su profunda inteligencia Paz es nuevamente el invitado especial de nuestra Grilla Ilustrada. El texto que ahora les presento es anterior a la primera entrega de “Los misterios del pedregal”. “Canción de la más alta torre” corresponde al número 12 de Plural, septiembre de 1972. En él Paz nos entera de lo ocurrido en la mentada torre del mentado pedregal. Y nos hace patente que se trata de un problema serio: violencia, indiferencia, degradación de la academia; de la razón en última instancia, entre otras cosas. Los hipervínculos en el último párrafo son para mostrar como presente, pasado y probablemente el futuro se enlazan en este texto, que parece, salvo detalles varios, literalmente escrito el día de ayer.


Canción de la más alta torre


La torre de la Rectoría –el centro de la vida académica y administrativa de la Universidad Nacional- fue ocupada durante todo el mes de agosto por una banda heterogénea: “fósiles” que han abandonado las aulas hace mucho pero que merodean por las facultades provistos de dudosas tarjetas de “estudiantes”, alumnos de la Escuela Normal, un “pintor revolucionario” y un puñado de matachines y espantanublados. El pretexto para la ocupación: los normalistas querían forzar el ingreso a la Facultad de Derecho sin presentar exámenes en tres materias que ellos no cursan en su escuela. Debe señalarse que los demás alumnos, procedentes de otros planteles preparatorios, sí las han cursado y aprobado. La finalidad era pequeña e injustificable; en cambio, los medios puestos en obra para lograrla fueron colosales: los ocupantes estaban armados y amenazaron con incendiar el edificio si se intentaba desalojarlos. El Rector tuvo que despachar durante 31 días en otro local. En ningún momento los asaltantes fueron molestados físicamente: todos los días, al mediodía, se veía descender de la Torre a los dirigentes, enfundados en sus disfraces de guerrilleros “a la Sierra Maestra”, atravesar pausadamente los prados y dirigirse a la gran piscina, donde se asoleaban y nadaban un rato. La “revolución” combinada con los placeres. La desocupación, inopinada como el asalto, fue el resultado de la presión de la opinión pública y de una transacción: la Universidad cedió a medias y los normalistas podrán inscribirse sin presentar los exámenes de las tres materias aunque con el compromiso de hacerlo en el transcurso del año. Una nueva quiebra moral e intelectual. El nivel académico descenderá aún más y la demagogia crecerá. Mejor dicho, creció ya: los ocupantes desalojaron la Torre pero se han instalado en la Facultad de Derecho y se proponen abrir una Facultad Popular para todos los que no han podido ingresar en esa institución.


El Rector se abstuvo de llamar a la fuerza pública para expulsar a los intrusos. El Presidente indicó que la policía no intervendría, salvo llamada por las autoridades universitarias. Esta actitud frustró la provocación; gracias a la prudencia del Rector y del Gobierno se evitó un zafarrancho que habría sido una sangrienta caricatura de octubre de 1968. Eso era lo que probablemente buscaban los matachines. Creemos, sin embargo, que la comunidad universitaria pudo, puede y debe hacer más, mucho más. En primer término, las autoridades universitarias deberían haber convocado inmediatamente al Consejo Universitario: es el órgano representativo de la Universidad en su conjunto. La defensa de la democracia universitaria debe comenzar por la práctica de la democracia en la Universidad. No acertamos a comprender por qué se esperó hasta el 4 de septiembre para reunir al Consejo. En segundo lugar, ha sido lamentable la pasividad, como cuerpo colegiado, de los profesores. En tercer lugar, ha sido también lamentable la actitud de los estudiantes. Cierto, algunos Comités de Lucha han adoptado resoluciones condenando la invasión, pero todas han sido más bien vagas como si nadie quisiese correr el riesgo de la impopularidad atreviéndose a poner en duda la legitimidad de la exigencia de los normalistas. Vale la pena subrayar que los Comités de Lucha, compuestos por “activistas”, son elegidos por voto público en asambleas que poquísimas veces reúnen a la mayoría estudiantil. Como, por otra parte, las antiguas Sociedades de Alumnos –elegidas por la mayoría mediante el sistema de voto secreto- han caído en justo descrédito, la democracia estudiantil pasa por un mal momento. Desgarrada entre el espejismo de la democracia directa y su desconfianza ante la democracia representativa, oscila entre la demagogia y la apatía, frenesí y letargo. En suma, ni las autoridades ni los profesores ni los estudiantes quisieron o pudieron oponer a la agresión la única respuesta pacífica posible: una movilización democrática.


Las declaraciones de la mayoría de los grupos estudiantiles revelan una extraordinaria confusión intelectual y política. Un ejemplo: el Comité de Lucha de la Facultad de Ciencias, tras darle la razón a los normalistas, denunció la actitud de los asaltantes como “pseudo-revolucionaria”. Una verdad de Perogrullo pero que muestra hasta qué punto los muchachos sufren una intoxicación verbal: no puede aplicarse el vocabulario revolucionario sin deformarlo, a la pretensión de los normalistas. Las categorías de “revolucionario” o “contrarrevolucionario” no sirven para definir o calificar el incidente, aunque los “fósiles” hayan citado en sus discursos a Che Guevara y el “pintor” –émulo de Siqueiros- haya cubierto un muro con los retratos de Zapata y Jenaro Vázquez. Chabacanería y delirio: los lemas cómicamente heroicos como Inscripción o Muerte, los atuendos de revolucionarios de music-hall, las frases melenudas y los discursos mostachudos, el Padre Ubú disfrazado de guerrillero sudamericano. El incidente se ha convertido en un espectáculo insólito. Parece que asistimos a una “farsa revolucionaria” escrita y dirigida por un perverso pero gracioso sainetista reaccionario. Un nuevo género que a Valle Inclán le habría encantado: el esperpento ideológico.


¿Qué mano mueve a los títeres y, sobre todo, cuál es el sentido de la pieza? El Rector de la Universidad, Pablo González Casanova, es un hombre eminente y su libro La Democracia en México es una contribución fundamental al estudio de nuestra realidad contemporánea. Pero su hipótesis nos parece un ejemplo de lo que podría llamarse “la teoría astronómica”: atribuir los sucesos universitarios a la crisis del capitalismo mundial equivale a explicar la historia de la humanidad por la situación del planeta Tierra en el sistema solar. No es falso: es remoto. La otra teoría consiste en ver en el incidente la intervención más o menos disfrazada de fuerzas políticas ajenas a la Universidad. En 1968 se habló del comunismo internacional; en 1972 de una maniobra de la reacción. La gente se muestra más y más insatisfecha con estas denuncias demasiado generales e ideológicas, y pide, con razón, nombres. Nombres y pruebas. Aparte de esto, la teoría de la conspiración nacional y/o internacional tiene defectos parecidos, aunque en sentido inverso, a los de la “teoría astronómica”: no es falsa sino circunstancial. La intervención de grupos extraños ultrareaccionarios con caretas revolucionarias no es imposible, mejor dicho, es muy posible. Pero no es causa suficiente: hay otras más profundas y constantes. Aunque esas causas se configuran como de orden demográfico, su origen real, según se verá, es político y económico. Es evidente que hay miles y miles de muchachos –los normalistas no son una excepción- que se sienten con derecho a ingresar a la Universidad Nacional y en el Instituto Politécnico; es evidente asimismo que la mayoría de esos muchachos carecen de los conocimientos mínimos para seguir con provecho los cursos universitarios. (lo mismo sucede, hay que decirlo, con muchos de los que han logrado entrar: el descenso de nuestra educación secundaria y preparatoria es abismal). Los muchachos quieren forzar las puertas de la Universidad y el Politécnico porque sencillamente no tienen otra parte adonde ir. Lo malo es que, cuando logran entrar, la decepción es inmediata: la Universidad y el Politécnico se han convertido en aglomeraciones inhumanas y abstractas. Un escritor inteligente dijo el otro día que la Universidad había alcanzado venturosamente –y recalcó el adjetivo- la cifra de cerca de 200 000 estudiantes. Discrepamos: esa cifra sería venturosa si hubiese una cantidad proporcional de profesores, aulas, laboratorios y libros. ¿Cuántos libros por estudiante tienen las bibliotecas universitarias? Si dijésemos el número, el país entero enrojecería de vergüenza. No, México no necesita una Universidad inflada y que, como la rana de la fábula, un día puede reventar. No lo deseamos y esperamos que no sea tarde para evitarlo. Si es verdad que los universitarios son responsables de la situación de la Universidad, también lo es que la responsabilidad del Gobierno es aún mayor: durante muchos años, embriagado por una retórica sobre la que es mejor no hablar, ha desatendido la educación secundaria y postsecundaria (sería excesivo llamar a esta última: superior). Necesitamos muchas, muchas escuelas postsecundarias –llámenlas como quieran: universidades, politécnicos, institutos- que preparan un poco a la multitud de jóvenes que piden educación (aunque la pidan con mala educación). Necesitamos esas escuelas en todo el país, no sólo en México-Tenochtitlán. Y necesitamos también una o dos pequeñas, auténticas Universidades, en las que de veras sea posible dedicarse con un poco de seriedad a las ciencias y las humanidades.

Plural, número 12, septiembre de 1972.

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