miércoles, 8 de julio de 2009

Aprender de los rebeldes


Decir que “la juventud es rebeldía” no sé si sea apacible lugar común, descarada justificación de los desplantes o certera descripción de la experiencia, pues eso de rebeldía, aun cuando tiene un uso general y aceptado, es bastante equívoco. Por un lado es cierto que, a los ojos, los jóvenes tienen ganas de hacer muchas cosas; menos cierto es que quieren cambiar al mundo o que están comprometidos con la libertad, la igualdad y la fraternidad. Por otro lado también es cierto que muchos de los hechos de los grupos juveniles son inestables, como si requiriesen del sosiego de la madurez para florecer. Por ello, la idea de que la juventud es rebeldía y la rebeldía lo que mueve al mundo es, más que nada, una exageración. Por ello, también, el Ateneo de la Juventud de México me llama tanto la atención. Bien visto, el Ateneo inició como una rebelión. Bien visto, los ateneístas tuvieron la madurez necesaria para fructificar la cultura del México moderno desde su rebelión. Lo expresa con claridad Pedro Henríquez Ureña en un texto de 1925: “Veíamos que la filosofía oficial era demasiado sistemática, demasiado definitiva, para no equivocarse. Entonces nos lanzamos a leer a todos los filósofos a quienes el positivismo condenaba como inútiles, desde Platón, que fue nuestro maestro mayor, hasta Kant y Schopenhauer. Tomamos en serio (¡oh blasfemia!) a Nietzsche. Descubrimos a Bergson, a Boutroux, a James, a Croce. Y en la literatura no nos confinamos dentro de la Francia moderna. Leímos a los griegos, que fueron nuestra pasión. [...] Bien pronto nos dirigimos al público en conferencias, artículos, libros (pocos) y exposiciones de arte. Nuestra juvenil revolución triunfó, superando todas nuestras esperanzas... Nuestros mayores, después de tantos años de reinar la paz, se habían olvidado de luchar. Toda la juventud pensaba como nosotros. En 1909, antes de que cayera el gobierno de Díaz, Antonio Caso fue llamado a una cátedra de la que hoy es Universidad Nacional, y su entrada allí significó el principio del fin”. Ante la esclerosis paralizante de la cultura de su tiempo, el Ateneo funcionó como un motor, un motor de las ideas. Ante la estrechez de la nebulosa mirada positivista, el Ateneo inauguró una inédita pluralidad ideológica. Ante la voz única que reinaba en la cultura, el Ateneo alzó la voz e invitó a todos a participar de un diálogo público y general: lo mismo habían de discutirse las ideas platónicas del Fedro, que los nobles deseos de Rodó, los límites del positivismo o la peculiaridad lírica de Othón. Por primera vez en México el concierto cultural pudo ser público... pudo, pero no lo logró del todo, pues la estruendosa disonancia de las armas ensombreció las voces ateneístas hasta recluir a Antonio Caso, episodio tan increíble como admirable, en un recinto tapiado, enseñando filosofía a la diminuta luz de una vela. Pero el intento se hizo, y en tanto se pudo se logró. El Ateneo de la Juventud demostró que en cuanto jóvenes tenían algo que decir y que podían decirlo bien. Ahí está la clave del asunto: para que la rebelión juvenil no sea vana debe tener un mensaje y debe decirlo bien. Los secuestradores del Auditorio Justo Sierra, dado el caso de que lo tengan, no dicen bien su mensaje. Su rebelión es vana.
Tanto los secuestradores del Auditorio Justo Sierra como los que no nos empeñamos en la ocupación ilegal de espacios públicos podríamos recibir, mínimamente, tres lecciones del Ateneo. Primero, en una situación aparentemente contraria a la suya, nuestros tiempos no tienen una sola voz cantante, sino que son una romería de indiferencia multicultural; bien haríamos en reunirnos a pensar cuáles de entre todas esas voces tienen valor real, cuáles nos hacen bien, cuáles sí nos dan sentido, al tiempo en que dejamos de lado los discursos totalitarios, los inflamados dogmas que justifican los excesos de operación ideológica. Segundo, deberíamos confiar primero en el trabajo intelectual serio, en pensar las cosas que decimos y que queremos hacer, y después, si queda tiempo, decir y hacer; deberíamos de reconocer que el modelo romántico de las revoluciones intempestivas puede ser efectivo en la práctica, pero sólo para entronar sinrazones. Tercero, deberíamos recobrar la confianza en la iniciativa cultural propia y privada para que los caminos del pensar y del diálogo se den rastreando los libres pasos del elegante ejercicio de la razón y no los ensangrentados caminos de tal o cual dogma ideológico. Mucho tenemos que aprender del Ateneo. Quizá nos hace falta uno, pero los rebeldes de ahora no tienen el valor de intentarlo.

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