jueves, 25 de junio de 2009

La muchacha del Pedregal que quería ser virgen


Confundidos, imperitos para mirar la realidad desde la irrealidad del pasamontañas, montados en el tiovivo del radicalismo y tercamente orgullosos de sus propios mitos, algunos unameños coinciden en un dogma fundamental: la UNAM es intocable. Mas si osare, alguna voz solitaria y descarriada, profanar preguntando a alguno de ellos la razón del carácter virginal de su institución, pronto ha de caer, de la boca de algún soldado que en cada universitario a la universidad el cielo dio, el marcial desagravio: la UNAM es intocable porque es autónoma. La autonomía pretende esgrimirse como la seña inequívoca del estado inmaculado de la UNAM, como el garante de su futuro inmarcesible. Sin embargo, la autonomía funciona más como un inhibidor anquilosante de la autocrítica universitaria, como una fina tela con barrocos grabados que cubre los ojos del unameño radical para no ver lo que se tiene enfrente, para no enloquecer con la pérdida del mito, para no reconocer que aquella muchachilla que otrora jugaba corriendo por los pastos del Pedregal ahora está crecida, enterada de amores y con muchos más tratos de los necesarios para aún llamarse virgen. ¿Por qué ese miedo a ver que la muchacha ya creció? ¿Acaso será miedo a sentirse viejo? ¿O miedo a saberse pasado de moda?

La actitud paternal del radicalismo unameño tiene su origen en una comprensión errónea de la autonomía universitaria. Contrario a las pretensiones de los promotores originales de la autonomía, Antonio Caso y Manuel Gómez Morín, los radicales unameños creen que la autonomía de su institución independiza la tierra nutricia en que se gesta la labor académica a fin de proteger materialmente a ese Estado platónico -en el mal sentido, claro- creado dentro del Estado mexicano. En creyéndolo, suponen que al interior de los terrenos universitarios la ley nacional se cancela, que la única ley válida es aquella que la propia institución se da y que -aquí el absurdo- no hay nada que legitime más la legalidad de los acuerdos institucionales como la comunidad a la que ellos dicen representar. Pensado así, los radicales unameños suponen que la autonomía es cuestión de límites territoriales, de rejas, de bardas, de trincheras para la revolución. Límites, rejas y bardas que ellos se encargan, una y otra vez, de violar; límites, rejas y bardas sobre los que piden exclusivo imperio.

Sin embargo, la autonomía universitaria no eso. No es eso porque pensarla así no tiene mucho caso, pues hace indistinguible la autonomía universitaria de la propiedad privada. Obviamente que así pensada sirve más para la retórica ideológica de los radicales, pues de otra manera les sería imposible tanto la oposición (o lucha, en su lenguaje) entre la Universidad y el Estado, como la supuesta labor social pretendida por los intentos radicales de llevar la Universidad al Pueblo y el Pueblo a la Universidad. La primera les resulta necesaria para justificar la segunda; mientras que la segunda es una justificación plena de labia para sus desplantes. Lo importante es escudarse para no ser reprendido por los desplantes; lo importante es usar a la UNAM como instrumento ideológico de la revolución. La defensa de la autonomía pretendida por los radicales es el rechazo absoluto de la autonomía defendida por quienes la consiguieron. Para Antonio Caso y Manuel Gómez Morín era indispensable la autonomía universitaria para evitar que la institución se volviese un arma ideológica, para disminuir el influjo de los intereses políticos en los intereses académicos, para que la acción universitaria no se volviera un medio fácil para escalar las posiciones sociales y conquistar el poder; en suma, los delineantes de la autonomía universitaria pretendían que la universidad no fuera ni trinchera ni campo minado de la revolución. Llegaron los radicales, pactaron con un gobierno corrupto, y acabaron con la autonomía universitaria. La belicosa defensa de la autonomía que ahora los radicales presumen bien puede ser la acción decisiva para acabar con la UNAM. Los radicales no se dan cuenta, pues el crisol romántico de su mirada les impide ver que son ellos los primeros en cobrar a la UNAM el derecho de pernada.

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